El Libro de Eclesiastés, una profunda pieza de literatura sapiencial en el Antiguo Testamento, se atribuye tradicionalmente a Salomón, un rey renombrado por su sabiduría. Este libro es una exploración filosófica del significado de la vida y la mejor manera de vivirla, sustentada por el concepto de "vanidad", un término que resuena a lo largo de sus capítulos. La palabra hebrea traducida como "vanidad" es "hebel", que también puede significar "vapor" o "aliento", algo transitorio, efímero y, en última instancia, elusivo. Este concepto de vanidad no es solo un tema recurrente, sino el mismo lente a través del cual el autor ve el mundo, y da forma al mensaje general del texto de maneras profundas.
Eclesiastés comienza con la proclamación tajante: "Vanidad de vanidades, dice el Predicador, vanidad de vanidades! Todo es vanidad" (Eclesiastés 1:2). Esta declaración establece el tono para todo el discurso que sigue. El Predicador, o Qoheleth, usa el concepto de vanidad para expresar su observación de que todos los esfuerzos humanos, cuando se persiguen como fines en sí mismos, son tan efímeros como perseguir el viento. Esto incluye la búsqueda de sabiduría, placer, trabajo e incluso la vida misma.
A lo largo del libro, Qoheleth examina varios aspectos de la vida humana y concluye que cada uno, a su manera, es "vanidad". Por ejemplo, en su búsqueda de sabiduría y conocimiento, encuentra que "en mucha sabiduría hay mucha molestia, y quien aumenta el conocimiento aumenta el dolor" (Eclesiastés 1:18). Esta realización no lo lleva a denunciar la sabiduría per se, sino a reconocer sus limitaciones y el dolor que puede traer cuando se persigue como el objetivo último de la vida.
Qoheleth reflexiona sobre los ciclos de la naturaleza: el día y la noche, las estaciones, el viento, el ciclo del agua, y nota que estos continúan interminablemente, cada generación viene y va, pero la tierra permanece para siempre (Eclesiastés 1:4-7). Esta observación de los ciclos persistentes de la naturaleza sirve como una metáfora de la naturaleza repetitiva y, en última instancia, insatisfactoria del trabajo humano. El trabajo, en la visión de Qoheleth, es en última instancia inútil cuando se hace únicamente para obtener ganancias o para construir un legado, ya que el lugar de uno pronto será ocupado por otro, e incluso la memoria de la existencia de uno se desvanecerá (Eclesiastés 2:16).
Un aspecto significativo de la vanidad discutida en Eclesiastés es la incapacidad humana para discernir todo el alcance de la obra de Dios desde el principio hasta el fin (Eclesiastés 3:11). Dios ha puesto la eternidad en el corazón humano, pero sin la capacidad de comprenderla completamente. Esto crea una tensión entre lo temporal y lo eterno, lo finito y lo infinito. Qoheleth ve que hay un tiempo para todo bajo el cielo: un tiempo para nacer, un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado (Eclesiastés 3:1-8). Sin embargo, estos tiempos designados son parte de un ritmo divino que es inescrutable para los humanos. Esta limitación subraya la vanidad de intentar controlar o comprender completamente la propia vida y el mundo.
En medio de la reflexión sobre las vanidades de la vida, Qoheleth también presenta un contrapunto: el disfrute de la vida como un don de Dios. Repetidamente aconseja comer, beber y encontrar disfrute en el propio trabajo, porque estos son los dones de Dios (Eclesiastés 2:24, 3:12-13, 5:18-20). Esto no es un llamado al hedonismo, sino más bien un reconocimiento de que en medio de la naturaleza efímera de la vida y los propósitos inescrutables, uno puede encontrar significado y satisfacción en las simples y inmediatas bendiciones de Dios. Este disfrute no es un fin en sí mismo, sino parte de vivir sabiamente bajo el sol.
A medida que Eclesiastés llega a su fin, Qoheleth resume sus reflexiones volviendo al temor de Dios: "El fin del asunto; todo ha sido oído. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es todo el deber del hombre" (Eclesiastés 12:13). Esto encapsula la respuesta humana apropiada a las realidades de las vanidades de la vida. El temor de Dios no se trata de terror, sino de vivir en reverencia y asombro ante Él, reconociendo Su soberanía y las limitaciones del entendimiento y esfuerzo humanos.
En conclusión, el concepto de "vanidad" en Eclesiastés no es meramente una resignación pesimista, sino una evaluación realista de la condición humana. Desafía al lector a considerar lo que es verdaderamente valioso y duradero. Al reconocer la naturaleza transitoria de las búsquedas mundanas, se invita a uno a enfocarse en lo eterno: temer a Dios y guardar Sus mandamientos. Esta perspectiva no resuelve el enigma de la vida, pero ofrece una manera de navegar sus complejidades con sabiduría y humildad.