La doctrina del Infierno, un aspecto fundamental pero profundamente inquietante de la escatología cristiana, ha sido un tema de discurso teológico, miedo y contemplación a lo largo de la historia del cristianismo. Sus implicaciones van mucho más allá del mero reconocimiento de su existencia; impregnan la vida diaria de los creyentes y moldean el enfoque y la urgencia de los esfuerzos evangelísticos. Entender el Infierno no solo como un lugar de separación eterna de Dios, sino también como un concepto que subraya la gravedad del pecado y la profundidad de la justicia y la misericordia de Dios, es crucial para cualquier cristiano.
El Infierno, tal como se entiende tradicionalmente en la teología cristiana, es la morada final de aquellos que mueren sin arrepentirse, no reconciliados con Dios a través de Cristo. Se describe en las escrituras como un lugar de "llanto y crujir de dientes" (Mateo 8:12), donde el fuego no se apaga y el gusano no muere (Marcos 9:48). Estas descripciones, ya sean metafóricas o literales, comunican el horror absoluto y la desesperanza de un estado de separación eterna de la fuente de toda bondad, vida y amor: Dios mismo.
El propósito del Infierno es doble: es una manifestación de la justicia de Dios y un testimonio de la libertad y responsabilidad humanas. La justicia de Dios, como escribe Pablo en Romanos 2:5-6, significa que Él "pagará a cada uno según lo que haya hecho." El Infierno subraya la seriedad con la que Dios ve el pecado y los extremos a los que ha llegado para abordarlo, notablemente a través del sacrificio de Su Hijo, Jesucristo.
La doctrina del Infierno impacta profundamente la vida cristiana al resaltar la gravedad del pecado y la importancia primordial de vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Sirve como un recordatorio sobrio de que las consecuencias de nuestras elecciones morales se extienden más allá de esta vida hacia la eternidad. Esta realización debería llevar a una vida caracterizada por el arrepentimiento, la humildad y una dependencia continua de la gracia de Dios.
Además, la realidad del Infierno magnifica la apreciación del creyente por la obra de Jesús en la cruz. Entender que Cristo nos ha librado de tal destino debería profundizar nuestra gratitud y compromiso con Él. Debería impulsarnos a vivir no como aquellos que temen el castigo, sino como aquellos que han sido rescatados y son libres para experimentar la plenitud de vida que Jesús promete (Juan 10:10).
Esta doctrina también cultiva un profundo sentido de responsabilidad hacia los demás. Los creyentes están llamados a encarnar el amor y la verdad de Cristo, viviendo como luces en un mundo que a menudo rechaza la noción de verdades morales absolutas o la realidad de la justicia divina. El conocimiento del Infierno no debe ser una causa de orgullo o juicio sobre los demás, sino un motivador convincente para participar en actos de compasión, misericordia y justicia.
En términos de evangelización, la doctrina del Infierno inyecta una urgencia en la proclamación del Evangelio. La Gran Comisión, como se registra en Mateo 28:19-20, no es meramente una sugerencia general, sino un mandato crítico a la luz de los destinos eternos en juego. Se insta a los cristianos a predicar el Evangelio a todas las naciones, bautizándolas y enseñándoles a obedecer todo lo que Cristo ha mandado.
Esta urgencia se equilibra con una profunda compasión por los demás. Sabiendo la potencial separación eterna de Dios que representa el Infierno, los cristianos están motivados por amor para alcanzar a otros, no por un deseo de aumentar números o por miedo, sino por una preocupación genuina por las almas de sus semejantes. La evangelización, por lo tanto, no se trata de infundir miedo, sino de ofrecer la esperanza y la salvación que se encuentran en Jesucristo.
El enfoque de Pablo hacia la evangelización, como se ve en sus interacciones en el Nuevo Testamento, ejemplifica este equilibrio. Habló del juicio y la ira venidera (Hechos 24:25), pero siempre con el objetivo de llevar a sus oyentes hacia el conocimiento salvador de Jesucristo. Su mensaje era uno de reconciliación, no de condenación (2 Corintios 5:18-19).
Vivir con una conciencia del Infierno también fomenta una perspectiva orientada hacia la eternidad. Se recuerda a los cristianos que pongan su mente en las cosas de arriba, no en las terrenales (Colosenses 3:2), y que vivan como ciudadanos del cielo (Filipenses 3:20). Esta perspectiva eterna no solo proporciona esperanza frente al sufrimiento y la muerte, sino que también guía al creyente a tomar decisiones que tienen un valor duradero más allá de esta vida.
En conclusión, la doctrina del Infierno es integral a la doctrina cristiana, afectando profundamente tanto la vida del creyente individual como la tarea corporativa de la Iglesia en la evangelización. Sirve como un recordatorio serio de las consecuencias del pecado, la justicia de Dios y la urgencia de la reconciliación con Él a través de Cristo. Como creyentes, nos impulsa a vivir vidas santas, impulsadas no por el miedo sino por el amor de Cristo, y a alcanzar a otros con el mensaje transformador del Evangelio. Esta doctrina, aunque desafiante, es esencial para una comprensión completa de la fe cristiana y la esperanza que ofrece al mundo.